Sarapalha
João Guimarães Rosa
(Traducción de Alejandro Krawietz)
El título con el que João Guimarães Rosa publicó la versión definitiva de su primer conjunto de cuentos, Sagarana, es una palabra compuesta que remite a una doble adscripción semántica. De un lado, el radical saga tiene, como es sabido, origen germánico y nombra un «canto épico, heroico o legendario». En cuanto a rana es palabra de origen tupí que significa «parecido a». Hay que pensar así pues que para João Guimarães Rosa, la colección de cuentos que compone su primer libro participa de esa doble naturaleza que lo relaciona tanto con la cultura occidental como con las culturas originales de Brasil. Sagarana es, por lo tanto, «algo parecido a una saga», y aunque hubo intentos de atrapar Sagarana entre las paredes de la literatura regionalista, ni la textura y originalidad de los relatos ahí reunidos, ni la capacidad expresiva y experimental de Rosa permitieron la perpetración de un desmán filológico como el que se pretendía. El autor de Gran Sertón: veredas crea en Sagarana un universo literario que responde tanto a sus búsquedas literarias de estirpe moderna como a la realidad del interior de Brasil en toda su complejidad y permite prefigurar así el discurso barroco, imaginativo y sensual de toda la obra posterior de Rosa. La combinación y recombinación de la realidad y la verdad, la confusión y la asimilación de lugares y paisajes, la mezcla de lo real y lo imaginario, de lo simbólico y lo legendario y sobre todo la riqueza del caudal de la palabra rosiana convierten a Sagarana en un título imprescindible de la literatura moderna brasileña. En Piedra y Cielo damos en este número uno de los cuentos de Sagarana, «Sarapalha», aquel en el que de un modo más directo el paisaje natural y el paisaje humano componen una única materia literaria. Completamos esta entrega con la traducción del poema «Uno llamado João» de Carlos Drummond de Andrade. Y en nuestros documentos rescatamos la suite de poemas El burro y el buey que hace muchos años fue objeto de una cortísima edición dentro del Aula de arte y publicaciones que dirigía en Icod Francisco León.
Arrabal despoblado. Allí, en la vera del río Pará, dejaron echado un poblado entero: casas, chabolas, capilla; tres ventitas, el chalé y el cementerio; y la calle, solita y larga, que ahora no es ni sendero de tanto que la maleza la tupió.
Alrededor, buenos pastos, buena gente, tierra buena para el arroz. El lugar ya estaba en los mapas, mucho antes de llegar la malaria.
Vino de lejos, de San Francisco. Un día tomó camino, entró en la boca abierta del Pará, y pegó a subir. Cada año avanzaba un puñado de leguas, más cerca, más cerca, cerquita, construyendo el miedo en el pueblo, porque era fiebre de la brava ―de la «sacudida que no remansa»― y mataba mucha gente.
―Tal vez hasta aquí no llegue… Dios dirá…
Llegó; no esperó mucho para llegar. Fue un año de tristezas.
En abril, cuando pasaron las lluvias, el río ―que no tiene presas y no tiene márgenes, porque crece en un día pero luego tarda un mes en menguar― desengordó despacito, dejando pozos redondos en un pantano colmado: troncos, ramos, astillas, candela; cardúmenes de mandí pudriéndose; tabaranas vestidas de oro, encalladas; curimatas pastando barro en la invernada; caimanes mudando, apresados; canoas en tierra, en lo cerrado; y bueyes moteados, nadando como búfalos, comiendo mururé de flor roja fluctuante, entre las islas de melao. Entonces, hubo gente temblando, como en los primeros accesos de fiebre.
―Tal vez para el año que viene no vuelva, en buena hora…
Se quedó. Quienes en buena hora marcharon fueron los moradores: los primeros hacia el cementerio, los otros por ahí fuera, por este mundo de Dios. Las tierras perdieron su valor. Era empaquetar el petate e ir dejando, deprisa, los ranchos, los sitios, las haciendas. Quien quisiese, que los cuidara.
Ahí la verdolaga, en carrerita indiscreta ―¡ora pro nobis!, ¡ora pro nobis!― apuntaló tallos rojos por debajo de las cercas de las huertas, y tallo a tallo, avanzó. Pero la cabeza de buey y la hierba mulambó, se apropiaron las calles, tañeron de vuelta; y no pudo recular, el pobrecito rastrero, porque en el patio trasero los joás estaban luchando con el espino-aguja y con la gervera en flor. Y, detrás de la maría-negra y de la escoba, venía intensa, desde el campo ―ayayay― el amor-de-negro, con los tridentes de hojas, en filas completas, columnas cortantes, del rígido benjuí. Los pajarillos esparcían nuevas simientes. La gameleira, hacedora de ruinas, brotó como raíces en pared desconchada. Murciélagos de las cuevas fueron domesticados en la noche sin fin de los cuartos, como artistas de trapecio, pendiendo de los candelabros. Y así, entonces, despoblamiento consumado, cuando la fétida caña y la puerta enrejada pudieron retornar a su viejísimo coloquio, el poblado se encerró en sus restos: ni el áspero nido de una tribu de avispones estériles.
Pero, sólo tres kilómetros andados hacia arriba, pantano adentro, por la vera del río, bastan para hallar algún morador.
El mosquito femenino no pica de día; está durmiendo, con la trompa llena de maldades; solamente las larvas, en la superficie del charco, se comen unas a otras, brincando con las dafnias y con las cucarachas de agua. Las cañas olorosas del capín melao espantan lejos a la víbora yarará; la jararaquiña de barriga roja es mansa, no muerde; y esas otras cobras claras, que pasan con la cabeza alzada, en natación de campeonato, ahora, aunque quieran, tampoco podrían morder. Pero no es bueno pisar fuerte en estas esponjas verdes, pues acostumbran a guardar cisternas profundas por debajo de las hojas de los aguapiés.
Y aquí, cerca del vado de Sarapalha: hay una hacienda, renegrida y desmantelada; una cerca de piedra seca, del tiempo de los esclavos; una atarjea marchita, un molino parado; un cedro alto, al frente de la casa; y, allí dentro, una negra, ya vieja, que mezcla y cocina las judías. Todo es matorral, creciendo sin reglas; pero, alrededor de la enorme morada, los tallos de millo levantan espigas, en el chiquero, en el corral y en la era, como si la roca hubiese escogido, para quedar aún más al alcance de la mano.
Y también dos hombres sentados, juntitos, en una bañera de abrevadero volcada, cabizbajos, calentándose al sol.
El río, ahí delante, se ve ahora en tres dimensiones; porque el remolino de niebla inundado va, vuelta tras vuelta, por la campiña, como humareda cansada que sólo desea descender y dormirse.
Primo Ribeiro durmió mal y el otro no duerme casi nunca. Pero ambos escucharon al mosquito la noche entera. El anofelino es el pajarico de canto más hermoso, en la tierra hermosa donde mora la maleza.
Es la tardecita, cuando los tábanos llaman a los mosquitillos de vuelta a casa, cuando el carapana rayado y el mozorongo ceniciento se recogen, es entonces cuando aparece, el pernilongo de la pampa, con pies de plata y alas de ajedrez. Entra por las ventanas, viene de los tiestos, de las grietas, de las plantaciones, de las bananeras, de todas las aguas, de cualquier lugar.
―¡Mira el mosquito borrachuzo en mis oídos, Primo!
―Es el vendaval de la quinina… Estás tomado demasiada…
Viene lúgubre y sombrío. Mientras las hembras chupan, todos los machos montan guardia, salmodiando su susurro, en una nota única, en tono de do. Y, una a una, ya hartas de sangre, abren su recitativo, fluctuantes, una octava más bajo, con media voz de serenata, en la orgía crepuscular.
Pero, si ella viene en la hora del silencio, cuando la quinina zumba en la cabeza del enfebrecido, es para consolar. Sopla, aquí y allá, un gemido ondulado y sin pausa… Parece que se ausenta, pero está ahí mismo: la gente llega a sentirla en los manojos de muslos y piernas, en las lindas quebradas, haciendo cosquillas, largas, largas… Arrastra un silbido, fino y alargado, como bisagra, fañoso y rígido, que viene de lejos y va lejos… Tensa todavía más el silbo amarillo de sordina. Después enrolla y desenrolla, mareante, balanceando, balanceando. Y, cuando la fiebre toma el cuerpo todo, parece, dentro de la gente, una música santa, de otro mundo.
Mañanita fría. Cuando los dos viejos ―que no son viejos― hablan, les sale de la boca una vaharada blanca, como si estuviesen fumando. Pero ellos todavía no tiemblan: el frío, el frío va a llegar pronto.
Hace más de dos horas que están allí sentados, en silencio, como siempre. Porque hace mucho tiempo, entra el año y sale el año, que toda mañana es así. La negra viene con las gavillas y la leña. Los dos se sientan en la artesa, Primo Argemiro del lado del río, Primo Ribeiro del lado de la maleza. La negra enciende el fueguito. El cachorro corre, muchas veces, hasta más allá del cercado, y después otra vez hacia dentro, al ladito. La negra trae café y cachaza con limón. Primo Argemiro sopla los tizones y junta las brasas. Y, un poco antes o un poco después del sol, que tiene el jeito de parecer siempre bonito y siempre diferente, Primo Ribeiro dice:
―Eh, Primo, por ahí viene…
―¡Maldita sea!
―Míralo, ahí… el escalofrío en la espalda…
Y cuando Primo Ribeiro busca con las manos en los bolsillos, es porque va a tomar un pellizco de polvo. Y cuando Primo Argemiro extiende la mano es para pedirle la cajita. Y cuando cualquiera de los dos apoya la mano en el bidón, es porque siente la falta de aire.
Y la malaria es la «maldita», «pobrecito» es el perdiguero; «ellos» la gente del poblado, que no existe ya en el poblado; y «los otros» son los raros viajeros que pasan por allá abajo, porque no quisieron o no pudieron dar la vuelta para subir por el puente nuevo, y atajan por el vado.
Primo Argemiro mira el río, viendo cómo la niebla se rompe. Del colmado de los juncos se estira el vuelo de una garza, en dirección a la maleza. Tampoco Primo Argemiro puede ver demasiado: se le quedan pululando muchas garzas delante de los ojos, que le duelen y le lloran, por sí solos, durante largo tiempo.
―Está costando, Primo Argemiro…
―Es el remedio… ¡Un día dará cuenta de la maldita!
El sol crece, madura. Pero ellos sólo están esperando a la fiebre y el temblor. Primo Ribeiro parece un difunto ―sarro amarillo en la cara chupada, ojos hundidos, sin brillo, y las manos penduleando, componiendo el equilibrio, para las escoras del bamboleo del cuerpo hacia los dos lados. Manos blandas, sin firmeza, que dejan caer todo cuanto quieren prender. Saliva, saliva, escupe, escupe, va excavando la barbilla en el pecho; y saca afuera la cajita con el remedio, la tabaquera del polvo y el cobertor.
―¿Se inflamó más, Primo Argemiro?
―Mírelo usted como está…¿Y el suyo, Primo?
―Hoy está más alto.
―¿Todavía duele mucho?
―Mejoró.
Es el bazo. En el vano izquierdo, bajo las costillas, no deja nunca de aumentar. Y todos los días verifican cuál es el que va ganando.
Un barullo. Es el cachorro flaco, que agita las orejas durmiendo, y duerme en alerta, con el hocico cúbico enterrado en el suelo.
Primo Argemiro espera un poco. Ahí, el perrillo se estremece. Desde hace muchos años, día tras día, llega la hora en la que el perdiguero se echa a dormir allí cerca, la hora de que el perdiguero sacuda las orejas, la hora en que el Primo Ribeiro dice:
―Vida mejor que la nuestra…
Para que el Primo Argemiro responda, eternamente:
―Sí…
Pero ahora el Primo Argemiro no habló. ¿Por qué? Se quedó mudo, espiando a las tres gallinas, que ciscaban y picoteaban por allí. ¿Por qué? Está deshilando el borde de la mantita, con toda la fuerza de las uñas. Es preciso preguntarle algo.
―¿Lloverá, Primo?
―Capaz
―¿Desde hoy? ¿Crees?
―Mañana.
―¿Lluvia brava, gruesa?
―Tal vez…
―¿Del lado de arriba?
―De detrás.
El tordo renegrido, jefe de los tordos renegridos de la margen izquierda, pica en un gajo de cedro y convoca a los otros tordos renegridos, que hacen luto alegre en el escobón rastrero y componen un kraal en los ramos del brezo blanco. Van a asaltar la hoz; pero, antes, pían y contrapían, amenazando a un hipotético agricultor:
―Híncate, hín-ca-te, t’arranco, t’arranco.
Suben, desordenados, hacia la copa del árbol, como salpicaduras de tintero. Gritan, gritan. Desde ahí, hacia las espigas de millo, caen hacia los copos, ni los terrones de la última palada de un fogonero. Tan hábiles que los picos desde los que saltan se balancean, pero no hay la menor agitación en los sables, ni en los rastrojos, ni en las espigas del maizal.
Pueden zumbar, pueden llamar al resto de sus hermanos, pueden comerse todo el millo y hasta el arrozal salvaje. Porque más de la mitad de toda una hora ha pasado, y ninguna parte de los dos hombres se ha movido de donde están.
Pero Primo Ribeiro tuvo esos ojos aturdidos, ese aire de fantasma. Y Primo Argemiro trata de estimular la conversa:
―Mira, Primo, si la gente un día llega a sanar, plantaré en la loma que trepa hacia el espigón del río. Deber ser bueno para la gente poder guadañar por allá arriba, de mañanita… Hay una noruega allá atrás, llena de helechos y parásito púrpura. Haría una plantación de tres cuartas, pero con cinco camaradas en la tierra, ¡todo el mundo cantando y danzando el cacumbu…!
―¿Para qué, Primo Argemiro? La gente no tiene a quién dejar…
Silencio. Tordos. Silencio. Barullo de gallinas. Tordos. Silencio. Primo Ribeiro:
―¡Primo Argemiro!
Y, con inmenso trabajo, gira en el asiento, consigue ponerse al lado, más o menos.
Primo Argemiro puede un poco más: transporta una pierna y se acomoda en el abrevadero.
―¿Qué, Primo Ribeiro?
―Le voy a pedir una cosa… ¿La hará?
―Ve diciendo, Primo.
―Pues mira: cuando sea mi hora, no deje usted que me lleven al campamento… Prefiero ir al cementerio del pueblo… Está abandonado, pero aún es suelo de Dios… Si usted llama al Padre, viene antes… Y aquellas cositas que están en un capazo bordado, enrolladas en vendajes y atado con cordón, en el fondo de la canasta… si el ratón no las ha roído… usted las entierra conmigo… Ahora no quiero moverlas… Después hay tiempo… ¿Lo promete?
―Dios me libre y guarde, Primo Ribeiro… El señor va a durar más que yo.
―Sólo quiero saber que lo promete.
―Pues entonces, si tuviese que darse con tal jeito que Dios no va a querer, lo prometo.
―Dios le ayude, Primo Argemiro.
Y el Primo Ribeiro endereza el cuerpo y esconde aún más la cara.
¿Quién sabe si no va a morir ahora mismo? Primo Argemiro tiene miedo del silencio.
―Primo Ribeiro, ¿le gusta al señor esto?
―¿Qué pregunta? Tanto da… Está bueno, para acabar más rápido… El doctor dio plazo de un año… ¿Se acuerda?
―¡Me acuerdo! Doctor guapo, lleno de gracia… Vivía detrás de los mosquitos, conocía todas las razas, hasta con los ojos cerrados, sólo por la tonada de la cantiga… Dijo que no era de las frutas ni del agua… Que era el mosquito el que pone un bichito maldito en la sangre de la gente… Nadie lo creyó… Ni en el campamento. Estuve allí, con él…
―Primo Argemiro, para lo que sirve…
―…Y entonces se paró bravo, ¿o no? Comió guayaba, comió sandías de la vera del río, bebió agua del Pará, y no tuvo nada…
―Primo Argemiro…
―…Después durmió sin cortina, con la ventana abierta… Cogió la intermitente, pero el pueblo supo…
―¡Escuche! ¡Primo Argemiro! ¡Está hablando a la carrera sólo para no dejarme hablar!
―Pero entonces, no hable de muerte, Primo Ribeiro… Por nada quiero ver al señor irse primero que yo…
―¡Hay que ver! Esta carcasa bien que está aguantando… Pero ahora, ya estoy viendo mi descanso, que llega y no llega, en la horita de llegar…
―¡No hable de eso, Primo! Mire aquí, ¿no le da pena que se fuera? Tenía fe en que acababa con la enfermedad.
―Mejor que se haya ido… Todo tiene que llegar y que marcharse alguna vez… Ahora es mi propia cueva la que me llama… ¡Y es eso lo que quiero ver! Ninguna de las ruindades de este mundo tiene el poder de asegurar a la gente para siempre, Primo Argemiro…
―Escuche, Primo Ribeiro: ¿Se acuerda de cuando el doctor dio la despedida para la gente del pueblo? Fue de mañana temprano, como ahora… El personal estaba todo sentado en la puerta de las casas, tiritando de frío. Juntó a la gente… Estaba muy triste… Habló: «No sirve tomar medicinas, porque el mosquito vuelve a picar… Todos tienen que irse de aquí… ¡Y dense prisa, por el amor de Dios!» Fue en el tiempo de la elección del Mayor Villena… Tiroteo con tres muertes…
―Fue tres meses antes de que ella se fuera…
De blanco a más blanco, mirando espantado al otro, Primo Argemiro se perturbó. Ahora está rojo, mucho.
Desde que ella se fue, no dijeron más su nombre. Ni una vez. Como si no hubiese existido. Y, ahora…
―Es eso, Primo Argemiro… No sirve ya esconder la cosa… Esta noche soñé con ella, bonita como en el día de la boda… Y, de madrugada, cuando las garras no habían aún susurrado en las tejas, supe que iba a morir… Ahora mismo, agarré a imaginar: ¿no fue que la gente peleó para olvidar y no hubo forma? Así que resolví que era mejor dejar la cabeza suelta… Y la cabeza suelta piensa en ella, Primo Argemiro…
―¡Tanto tiempo, Primo Ribeiro!…
―Mucho tiempo…
―¡Usted sufrió mucho! Y todavía la maldita fiebre…
―La fiebre no es nada. Hasta ayudó a la gente a no pensar…
Primo Argemiro busca pulgas invisibles en las perneras del pantalón. Ajusta la correa de la cintura, pica la ropa. No quiere mirar al otro. No puede. Al final, por preguntar, pregunta:
―¿Por qué es que hoy, y sólo hoy, soñó usted con ella, Primo Ribeiro?
―No sé, no… Sólo sé que si ella, por decir, apareciera aquí de repente, hasta la fiebre desaparecía…
―Sí… Si ella llegara, hasta la fiebre desaparecía…
―También, no sé: hoy me cansé de sufrir en silencio… Llega un día en el que la gente se queda libre y sin arnés… También, estoy hablando con usted, que para mí ni un hermano. Sin duda, ni un hijo es capaz de ser tan compañero y tan amigo durante todos estos años… No ha querido dejarme sólo, incluso teniendo, como tiene, aquellas tierras tan buenas, allá, en el Río do Peixe. No tenía que quedarse… El sufrimiento era sólo mío.
―Yo también lo sentí mucho, Primo Ribeiro.
Primo Argemiro habló mirando hacia el cocotero, erguido ahí, delante del cruce, con las palmas curvas remando al viento.
―Lo sé, Primo. Usted tiene buen corazón…
El perdiguero se despertó y vino a hacer fiestas, golpea con el rabo, les restriega en las piernas el lomo, lleno de larvas, que nadie tiene el ánimo de quitar. Bate la lengua, las orejas, y anda a corta distancia, ablandando las patas, con donaires de dama.
―Yo, hasta pienso que es bueno hablar. Quién sabe… Así, al menos, no se queda royendo, doliendo dentro de la gente…
―Lo mismo. Para desahogar. Ni sé cómo no murió usted cuando…
--Lloré a escondidas. Ahora no me importa contarlo.
―Ella se portó como una ingrata, ¿o no, Primo Ribeiro? La gente le toma amor a la creación, a los cachorros. Y ella…
―¡Sólo tres años casados! ¿Recuerda, Primo Argemiro? Usted vino a vivir conmigo dos meses después, para plantar el arrozal… No le guardo rencor… No tengo, no… Incluso me pondría triste si supiese que ella estuviera penando por ahí, en la nada. Ahora, al tal, a ese… Incluso doliente y acabado como estoy, todavía lo…
―Sosiéguese, Primo Ribeiro. Levante los brazos: el señor sangra por la nariz…
―Es de estar con la cabeza bajada. Ya, ya se pasa…
―Y no. Es la enfermedad…
―Ya, ya pasa.
―Ay, Primo Ribeiro, ¿por qué no me dejó ir detrás de ellos, cuando huyeron? Hubiera matado al hombre y traído a mi parienta de vuelta aquí…
―¿Para qué, Primo Argemiro? ¿Qué ganaba con ello? Yo ya no podía estar con ella nunca más… En ese momento, cuando la María Preta me dio el recado de ella despidiéndose, para decirme que acompañaría a otro porque le gustaba y no me quería más, me quedé medio dolido… Pero no quise ir detrás, no… Tuve vergüenza de los otros… Todo el mundo ya lo sabía… Y, a ella, tenía la obligación de matarla también, y sabía que el coraje para ello no me alcanzaba… También, en ese momento, la gente comenzaba a enfermar, ¿o no lo estaban? Estuvo bien que llegara la fiebre, Primo Argemiro, para hacer un yermo de esto y poder dejar a la gente más sola… Ay, Primo, pero de verdad que no sé qué es lo que tengo hoy, que no logro hacer memoria… ¡El mundo!
La sombra del cedro se acuesta sobre el abrevadero. Primo Ribeiro levanta los hombros, comienza a temblar. Con retraso. Pero tiene en el bazo dos colmenas de bichillos macilentos, que no se mezclan, y sueltan sus miasmas en la sangre en días alternos. Y así nunca pasa un día en el que no tiemble.
―Mira el frío, Primo Argemiro… Me ayuda…
Se enrolla aún más en la manta. Los dientes castañetean. En desencuentro, danzan todos los músculos del cuerpo.
―¿Quiere la medicina, Primo?
―No voy a tomar más… No aprovecha. Me está costando mucho llegar a la muerte… Y lo que quiero es morir.
―¡Ofende a Dios eso! ¡Ceiçao, Ceiçao!
La negra no oye. Debe estar allá, en la puerta de la cocina, batiendo ropa o tirando el agua de la colada del barril, para hacer jabón.
Primo Argemiro se agarró con las manos las rodillas. Los maxilares retumban; sólo paran de batir cuando vomita. Y está del color de la cera del reino cuando empieza a derretirse.
―Ay, Primo Argemiro, yo, en una hora de estas…, sólo querría que me dejaran al lado de un fuego… ¡Qué frío!... ¡Qué frío!... Y el diablo del sol que no cuenta cosa alguna…
El perdiguero tristecito vuelve a saltar en la artesa.
―No deje que ese cachorro venga a lamerme la cara, Primo… Me voy a dejar aquí…
―¡Sale! ¡Jiló!
Primo Ribeiro se deja caer en el suelo, todo encogido y sacudido por temblores. Primo Argemiro se queda muy quieto. No intenta hacer nada. Y sin embargo tiene muchas cosas que imaginar. Deprisa, Primo Ribeiro entrega el cuerpo al acceso y parece haber partido para algún lugar muy lejos de allí, sin poder adivinar lo que se piensa.
Primo Argemiro sabe ser útil, sabe correr ligero por los buenos caminos de labranza.
¡¿Cómo es que era ella?¡ Morena, ojos muy negros… ¡Tan bonita! El cabello tan negro… Pero no vale la pena querer pensar dónde puede estar a estas horas… ¡Cuando huyó, qué sordina! Qué tristeza… No esperaba aquello, no lo esperaba… Parecía combinar bien con el marido… Primo Ribeiro era alegre, entonces… Tenía celos de Primo Ribeiro, él, celos bobos, porque Primo Ribeiro era quien tenía derecho a ella y a su amor…
Exquisita, sí, lo era… De risa alegre pero mirada dura… ¡Qué bonita! El vaquero había llegado hacía tres días a la hacienda, con la disculpa de esperar otra recua de ganado… No era la primera vez que acampaba allí. Pero nunca los había visto nadie conversar a solas. Él, el Primo Ribeiro, no se había hecho ninguna mala idea…
―¡Sale! ¡Jiló! ¡Tira para abajo, diablo! Así, así cachorrillo, ¡bien!
Quizá hubiera sido razonable haber podido, al menos, decirle a la prima que ella era su amor… Porque, así, había huido sin saber, sin desconfiar de nada… Pero nunca hubiera pensado en hacer una maldad así, todavía más habitando en la casa del marido, que era su pariente… ¡Eso no! Sólo quería vivir cerquita de ella… Poder verla en todo instante…
El Primo Ribeiro nunca había pensado mal… También, ¿qué es lo que tenía él para poder pensar mal? Nada… Sólo, una vez, debajo de las jaboticabas… Ese día casi perdió las fuerzas para ser correcto… La vio vestida de azul del mar… los brazos del color del jenipapo… Las manos debían ser suaves… Pero Dios ayudó, quitándole el coraje… También, si hubiese faltado al respeto a la mujer del Primo Ribeiro, estaría sumido aún en el mundo del remordimiento…
Aquello había sido tres meses antes de que ella huyese. Pero antes, mucho antes, hubo una vez en la que ella desconfió. Fue al poco de que él llegara a la hacienda, unos días después. Estaba mirando, olvidado, a los ojos… ojos grandes, oscuros y ladeados, como los de una gacela…, hacia la boquita roja, como flor de eritrina.
―«¡Usted parece que nunca vio a nadie, Primo!... Usted necesita buscarse novia y tener jeito para casarse…»― dijo ella riendo.
Se había quedado medio azorado, sin saber qué responder… ¿Habría adivinado su enamoramiento?... No, había dicho aquello por casualidad, seguro. Pero, quién sabe… Mujer es mujer… ¡Y lo bueno que sería si ella se hubiera quedado sabiendo! Al menos, ahora, se acordaría de él, de cuando en cuando, diciendo: «Primo Argemiro también se enamoró de mí…»
Las palmas del cocotero están ahora arriba del todo. Las gallinas se fueron a pastar en las hojas bajas de la momordica. Ni resto de brumas en las tierras bajas. El sol caminó mucho.
Primo Argemiro ya se acostumbró al entrechocar de dientes y los gemidos de Primo Ribeiro. No puede darle ayuda ninguna. Lo que puede es pensar. Y piensa mucho, casi sesteando, gimiendo también, con las picaduras en el bazo. Piensa para nada, como los tico-ticos, que picotean en la tierra abierta por las gallinas, y corretean con gracia, tanto que la gente no sabe si están cruzando sobre las patas o es sólo que van en vuelo rasante.
…No sirvió ser tan directo… Si él, Primo Argemiro, hubiese tenido coraje… Si hubiese sido más experto… Tal vez le hubiera gustado… Podría haber querido huir con él; el vaquero aún no había aparecido… Ahora ella lo debía recordar encontrándolo como un soso, un hombre sin decisión… Y, sin embargo, había llegado a la hacienda sólo por su causa… Primo Ribeiro no ponía malicia en nada… Sí, ¡los dos habían sido bien estúpidos! ¡Sólo el hombre de fuera sabía lidiar con mujer!...
¡No! Hizo bien. ¡Era lo mismo que un crimen! No es bueno ni pensarlo… Mañana irá a la plantación, a buscar miel de abeja para el Primo Ribeiro… ¡Dios libre a la gente de los malos pensamientos! Primo Ribeiro va a quedar satisfecho: le gusta la miel del mato, con harina… Primo Ribeiro va a tener su alegricita…
―¿Por qué tiene que haber mujer en el mundo, Dios mío?
―¿Eh?
Primo Ribeiro se estremece. Había pensado en alto. Y ahora Primo Ribeiro esta espiándolo, medio espantado, con el blanco de los ojos teñido de rojo, en lugar de las manchas amarillas de siempre. Hace mucho que apartó la manta hacia un lado y volvió a sentarse en el abrevadero. Pasado el frío, pasado el temblor, viene la hora en que el Primo Ribeiro desvaría. A Primo Argemiro no le gusta. No se habitúa a aquello. Él, en sus accesos, no desvaría nunca: no tiene licencia: si delira puede revelar su secreto. Debe tener tiento en la cabeza y subyugar las fiebres, y sufre como el demonio para lograrlo. Pero, incluso así, aún es mejor que tener que escuchar las cosas que Primo Ribeiro empieza a largar entre el temblor y el sudor. Hasta la cara de Primo Ribeiro da miedo, de tan roja como se pone. Parece que engordó, de repente. Se hinchó. Se está pegando fuego…
―¡El calor, Primo! …¡Y que dolor de cabeza excomulgada!
―Es un momentito y pasa… Es sólo tener paciencia…
―Y… pasa… pasa… pasa… Pasan unas mujeres vestidas de agua, sin ojos en la cara, para no tener que mirar a la gente… ¡La única que no pasa es ella, Primo Argemiro!... Y ya me cansé de buscar entre las otras… ¡No viene! Se fue río abajo, con el otro… ¡P’al infierno!
―No Primo Ribeiro. No fueron por el río… Fue el tren de hierro el que los llevó…
―No fue el río, lo sé… En el río nadie anda… Sólo la crecida sube y baja, mirando sus mosquitiños y poniendo en ellos su bendición… Pero en la historia… ¿Cómo es así, la historia, cómo, Primo? ¿Cómo es?
―Usted bien que la sabe, Primo… Ten paciencia, que no es bueno desvariar…
―Pero, ¡la historia, Primo!... ¿Cómo es?... Cuéntala otra vez…
―Ya sabe usted las palabras todas de cabeza…«Fue un niño-bonito que apareció, vestidito de domingo y con la guitarra adornada con cintas… Y llamo a la muchacha para que huyera con él…»
―Espera, Primo, están pasando… Van unas detrás de otras… Cada cual más bonita… Pero ¡no quiero ninguna! La quiero sólo a ella… Luisa…
―Prima Luisa…
―Espera un poco, déjame ver si la veo… ¡Me ayuda, Primo! Me ayuda a ver…
―No es nada, Primo Ribeiro… ¡Deja eso!
―No es nada, no…
―¿Entonces?
―¡Cuenta el resto de la historia!
―…«Entonces, la muchacha, que no sabía que el niño-bonito era el diablo, juntó sus mejores ropitas en una hatillo, y se fue con él en la canoa, bajando el río…»
―La muchacha que estoy viendo ahora es una sólo, Primo… ¡Mira!... Es bonita, muy bonita. Es la fiebre. Pero no quiero… Bien que el doctor, cuando le dio la fiebre y estaba desvariando, dijo… ¿Te acuerdas?... dijo que la malaria era una mujer muy hermosa, que vivía de noche en las malezas, y en la hora en que la gente temblaba era quien venía… y nadie veía que era ella la que estaba incluso besando a la gente… Pero, acaba de contar la historia, Primo…
―Es tan triste…
―No hace mal, ¡cuenta!
―…«Entonces, cuando los dos estaban huyendo en la canoa, el niño-bonito, que era el diablo, tocó la guitarra, tiró una tonada, y comenzó a cantar:
―«Voy ya bajando,
río abajo, Niña…
Voy ya bajando,
río abajo, Niña…»
―¿Y?
―Está usted cansado de saber… «Ahí la canoíta se adentró en una vuelta del río… Y nadie pudo saber para dónde fue que ellos fueron, ni si la muchacha, cuando vio que el niño-bonito era el diablo, si se echó a llorar… o se murió de miedo… o si hizo la señal de la cruz… o si se abrazó con él así mismo, porque ya había criado amor por él… Y, aquí arriba el pueblo escuchó la voz de él, muy lejos, muy lejos...»
―Canta como fue, Primo…
―Es la misma canción…
―Pero, ¡canta!
―«Voy ya bajando,
río abajo, Niña…
Voy ya bajando,
río abajo, Niña…”
―Ay, Primo Argemiro, se está pasando… Ya estoy un poco mejor… ¿Será posible que desvarié?... ¿Dije muchas tonterías?...
―Habló, no, Primo… De aquí a poco será mi vez… No tardará mucho en llegar…
Sí, de aquí a poco será su hora. La fiebre sirve de reloj. Está quedándose ya como molido. También debe ser de haber pensado mucho. Ante el otro no hubiera querido hablar sino en nombre guardado… Fue dar otra fuerza a la soledad… Y él, ¡que no tiene con quien desahogar, no tiene a quien contar a su sufrimiento!... Allá, donde está el cruce, murió un trabajador del arrozal, un viejo. De repente, de corazón… ¿Será que la gente aún tiene mucho que vivir?
―¡¿Primo Argemiro?!
―¿Qué hubo, Primo Ribeiro?
―Estoy con una sed… Me estoy quemando por dentro… Me hace la caridad de dar un eco a la negra…
―La negra no escucha… Yo mismo voy a buscar el agua, Primo Ribeiro.
―Dios se lo pague, Primo.
Primo Ribeiro respira con dificultad. Está amasando con los dedos y hablando solito otra vez.
Ahí viene el otro con la taza. Desciende la escalinata, muy despacio. Está flaco, flaquísimo. Llega tambaleante, flojo y medio doblado.
―¡Ay, Primo Argemiro, no se qué sería de mí si no fuera por su servicio! Ni un hermano, ni un hijo serían tan buenos… No podría ser tan caritativo conmigo…
―Boberías, Primo. Aproveche y tome la medicina también, todo junto, de una vez.
―¡No quiero, ya lo dije! Prefiero ayudar a este cuerpo a terminar…
…(―«Ni un hermano, ni un hijo»…) ¡él está pero está engañando al compañero! Hace cuántos años que esconde aquello… ¡No! ¡Hoy!... No está bien… Ha de confesar…
―Primo Ribeiro… nunca tuve el coraje para contarle una cosa… ¿El señor me perdona?
―Llega aquí más cerca y habla más alto, Primo, que este rumor en los oídos casi no deja a la gente escuchar…
―No fue culpa mía… Fue un castigo de Dios, a causa de mis pecados… ¡¿El señor me perdona, no me perdona?!
―¿Qué fue, Primo? ¡Habla de una vez!
―Yo… yo también me enamoré de ella, Primo… Pero respeté siempre… respeté, mi señor… su casa… Somos parientes… ¡Espera, Primo! No fue culpa mía, fue mala suerte mía…
Primo Ribeiro abrió los ojos. Clavo la mano en la madera de la artesa. Hace fuerza para levantarse.
―¡No tuve nada, Primo!... ¡Juro!... ¡Por esta luz!... Ni ella nunca llegó a saberlo… ¡Por el alma de mi madre!...
Las piernas de Primo Ribeiro rehúsan de sostenerle el cuerpo. Primo Argemiro se levantó también. Quiere ayudar al otro a aguantarse.
―¡Déjame! ¡Déjame y habla como un hombre!
―Ya hablé, Primo. Me perdona…
―Usted vino a vivir aquí con la gente, ¿fue por ella? ¿Fue?
―Fue, Primo. Pero nunca…
―¿Y fue por eso que usted no quiso irse… después? Esperando a ver si un día ella volvía, ¿fue?
―¡No, Primo… eso no!... No fue nada de eso… Yo también sufrí mucho… No quería a nadie más en el mundo… Fue por el señor, también… Cuando ella dejó de estar aquí, me quedé queriendo un bien enorme para usted… para esta hacienda… a todos los trenes de aquí… ¡hasta a la malaria!…
―Fui mordido por la cobra… ¡Mordido por la cobra! ¡Mundo!
―Pero sosiégate, Primo Ribeiro… Ya le juré que no falté nunca al respeto de ella… Ni sería capaz de hacer en un pecado de esos…
―Fui mordido por la cobra…
―El señor está desvariando… ¡Escucha! Escúchame por el amor de Dios…
―¡No estoy desvariando, no, aunque antes estuviese! ¡Fuera de aquí, hombre! Vete a tus tierras… ¡Váyase bien lejos de mí! ¡Pero vete de una vez!
―¡Quiero morir ahora mismo si es que alguna vez pretendí cometer una deshonra, Primo!
―¡Anda, por caridad! ¡Vete ahora!
―¡Piensa un poco, Primo! ¡Piensa hasta la tarde!
―Este trasto de hacienda todavía es mío… ¡Es mío! ¡Anda! ¡Anda! No quiero verlo nunca más…
―Déme un plazo, Primo. Hasta que el señor mejore…
―¡Vete!
―Estoy pagando lo que no hice…
―¡Vete!
―El señor aún puede necesitar de mí, Primo, que soy el único amigo que el señor tiene…
―¡Entonces, vete, Primo!... ¡¿Usted no tiene pena por mí, que no tengo aquí arma alguna conmigo, y, aunque la tuviese, no tendría rejo ni fuerza para matarlo?!
El Primo Ribeiro, blanco, cabreado, soplando, y levantando la mandíbula con cada jadeo, cae sentado en el casco del abrevadero otra vez.
―¡Pues entonces, adiós, Primo! Me perdona y no me guarda odio, que yo le quiero bien…
―Junte sus cosas y fuera…
―No tengo nada… Pero tampoco carezco de nada… Lo que es mío va aquí conmigo… ¡Adiós!
Primo Argemiro reúne sus fuerzas. Y anda. Transpone el gallinero, por entre los tallos del maizal. Los tordos, al ver un espantajo caminando, se desbandan, ruidosos. El perdiguero de hocico grueso va corriendo también. Viene, pero luego dice que no viene: gira la cabeza, mira hacia el Primo Ribeiro, que está sentado todavía, doblado hacia el suelo. El cachorro está dudando. Se para. Va, vuelve, mira, remira… No entiende. Pero sabe que está pasando alguna cosa. Latiendo, jirimiqueando, llorando, casi aullando. Porque tiene la orden de ser siempre fiel, y no sabe, no recuerda cuál de los dos hombres es su dueño verdadero.
Cuando el otro pasó la verja, Primo Ribeiro levantó la cabeza, y espió. Suya, suya: así cuerpo y ropa; y la testa que chorrea. Cierra los ojos, parece que no puede morir derecho.
Pero el Primo Argemiro anda sin volverse. Ahora atraviesa la maleza.
―¡Ivvv!... El primer escalofrío… La malaria ya llegó…
El cachorro todavía salta delante, lanza gañidos, pide… Después, se para. No quiere ir más lejos.
―¡Adiós, Jiló!
Se queda. Nadie mandó que se fuese ahora… Puede quedarse…
Otro gran temblor. ¡Qué frío!... Y, mientras tanto, los árboles están ahora sin sombra, y el sol, si cayese, se estrellaría en el estípite verde del cocotero.
La hierba madre-buena derrama gajos floridos en medio de las hojas en corazones. Muchas flores. Azules… Fue en un vestido azul como la vio por segunda vez en el rosario de San Sebastián… ¡Tantos años! ¡¿Cuándo la verá otra vez?!... En el cielo, tal vez… Pero, incluso en el cielo, ella tendrá que enamorarse del vaquero de Iporanga. Y él, Argemiro, tendrá que respetar al Primo Ribeiro, que es su marido en el nombre de Dios…
…Pero, cuando la vio, acompañando el rosario, ya estaba enamorado, ya le debía amor… Desde temprano… en la puerta de la casa, saliendo para la misa, ella con la madre y las hermanas… Ya estaba la boda tratada con el Primo Ribeiro… Tal vez ella no era la muchacha más hermosa del barrio… No lo era. Pero el amor es así…
¿Nunca más? Nunca más… ¡Ay, Dios mío! Si por mí fuera, sería mejor que no hubiera cielo alguno…
…En aquel tiempo, Argemiro de los Ángeles era un muchacho bien parecido, de figura, y con ochenta alqueires de tierras cultivables, aparte de algún dinero…
¡Ay! Que el frío cae entre los hombros y baja por las costillas, y se escurre desde las costillas por todo el cuerpo, como hilos de agua fina. Suena en los oídos un susurro confuso, y delante de los ojos se ven cositas, queriendo bailar.
Ir, ¿para dónde?
…La primera vez que Argemiro de los Ángeles vio a Luisita, fue en una mañana de fiesta, cuando el arrabal se adornaba con arcos de bambú y bandoleras, y el pueblo se esparcía contento, calzado y de estreno, vestidos cada uno con su ropa mejor…
¿Ir para dónde?... ¡No importa, para adelante es para donde va la gente! Pero después. Ahora hay que sentarse en las hojas secas, y aguantar. El comienzo del acceso es bueno, agradable: es la única cosa buena que todavía tiene la vida. Parar, para temblar. Y para pensar. También.
Se estremecen, amarillas, las flores del arara. Hay un temblor en los cálices rosados de la hierba de sapo. Y la hierba de anón crispa las hojas, largas, como hojas de manguera. Trepidan, sacudiendo sus estrellitas anaranjadas, los ramos de escoba dulce. Tirita la higuerilla, de hojas peludas, como el corsé de la avispa cazununga, brillando en verde y azul. La pitanga se agita, de cara a la veleta. Y el sota caballos derrama frutillas agrietadas, entrando en convulsiones.
―Pero, mi Dios, ¡qué bonito es esto! ¡Qué lugar hermoso para que la gente se abandone en el suelo y acabe!...
Y la maleza, toda florida, temblando también como la fiebre.